
Traducción por Neus Valencia
Se puede ver cómo las filas para obtener alimentos serpentean la calle dándole la vuelta a la esquina, desbordándose cuadra por cuadra en todo San Francisco. En la Misión, Bayview, en el centro, la mayoría de las personas formadas en las filas son mujeres y, en su mayoría, inmigrantes, aunque muchas echaron sus raíces en suelo norteamericano hace años. Casi ninguna ha buscado apoyo gubernamental anteriormente y nunca pensaron que se encontrarían formadas para obtener alimentos. No obstante, estos días dan gracias por la ayuda: las cajas que apilan en sus carritos y cochecitos – llenas de sopas, productos frescos, arroz y frijoles – han hecho la diferencia entre sobrevivir con dignidad y sobrevivir pepenando.
Aquí les presentamos las historias de tres de estas personas.

Las filas de Mission Food Hub (centro de alimentos de la Misión), ubicado en la calle Alabama. En esta época, Roberto Hernández debería estar ocupado ayudando a organizar el carnaval, pero esta primavera fue diferente. En lugar de poner puestos de comida y organizar un desfile, Hernández se convirtió en el presidente del comité de alimentos del Grupo de Trabajo Latino, y organizó un banco de comida semanal en su garaje. Para principios de mayo, la demanda había aumentado de tal manera que tuvo que trasladarlo a Mission Food Hub, un almacén ubicado en la calle Alabama. De repente comenzó a recibir múltiples donaciones: primero de Goya Foods, luego de una mujer llamada Marjan que envió “cajas y cajas de filetes de carne”. Después recibió otras entregas: 1,400 cajas de verduras y frutas, 1,400 galones de leche, 49 bolsas de pan francés. Cada semana es inesperada para Hernández, pero siempre hay mucha comida. El banco de comida está abierto tres días a la semana y distribuye 7,000 cajas, más de las 500 cajas que regalaban antes, “Yo lo llamo un milagro”, un milagro, refiriéndose a las donaciones.
Después de 21 años en San Francisco, Tayna Cabrera y su esposo Luis Briceño, inmigrantes de Yucatán, México, lograron en abril del año pasado cumplir parte del sueño americano: abrieron su propio negocio. Considerando todos los robos en la ciudad, a Auto Glass Connection & Rock Chip Repairs le iba bastante bien, tenían calificaciones casi perfectas en Yelp gracias a la eficiencia y atención personal de Briceño.
Entonces, a principios de febrero, que Briceño se enfermó. El forense de San Francisco aún no ha presentado el informe de la autopsia, pero es posible que el fuera la primera víctima mortal de COVID en la ciudad.
Cabrera dijo que su marido estaba cansado y tenía mucha fiebre, pero que en febrero no se sabía tanto del virus, por lo que trataron sus síntomas como si fueran gripa: descansar, tomar líquidos y pastillas. Briceño se quedó en casa unos días, pero el 15 de febrero, un sábado, insistió en entregar una pieza de cristal. “Le dije que se quedara en casa, pero dijo: ‘Ya me siento mejor, tomaré algunas pastillas’”, dijo Cabrera.
Mientras manejaba por la calle Mission, se detuvo en la calle 18 y llamó a su esposa. Le dijo que se sentía muy mal y entonces, se cortó la línea.
En el lugar, Cabrera vio cómo los paramédicos trataban de revivir al hombre que conoció en San Francisco hace tantos años, cuando ella tenía 16 y él tenía 17. Se casaron jóvenes y tuvieron dos hijos, que ahora tienen 19 y 12 años. En tan sólo minutos, esa vida se acabó.
Ahora Cabrera, mientras espera en fila para obtener una caja de alimentos, dice que no sabe cómo volver al negocio y decidir lo que tiene que hacer. “Lidiar con las facturas, el alquiler”.
Su único empleado se regresó a México. “No sabía qué hacer”, dijo. “No tenía forma de pagar su renta”.

Eva Álvarez nos contó que ella y su marido han vivido frugalmente, gastando sólo $525 dólares al mes en la renta de un departamento que comparten con otra pareja en la calle Capp dentro del Distrito de la Misión. Tenían algunos ahorros cuando se dio la orden de cierre de la ciudad y terminó el trabajo de su marido que preparaba pisos para colocar alfombras.
“Ahora vengo a buscar comida aquí”, dijo. “Y es un día muy largo”.
Comenta que, afortunadamente, ella y su marido se llevan bien. Se conocieron hace siete años en un baile para “gente mayor” en la calle Mission. Ella tenía 42, él 36 y se cayeron muy bien rápidamente. Si el cierre de actividades hubiera ocurrido hace 10 años, habría sido peor porque, en ese momento, Álvarez trabajaba para enviar dinero a su hijo, quien ahora es veterinario en México.
Aún así, durante el confinamiento, Eva se pregunta si tal vez está demasiado aislada. “Conozco a muchas personas a las que saludo, pero no son amigos cercanos”.

Guadalupe Silva, que también vive en la calle Capp con su marido, dice que las horas del día pasan muy lentamente.
“Es muy aburrido”, dice. “Imagínese, los dos ahí, todos los días, todo el día”.
Aún no la han llamado de sus trabajos de limpieza, pero su marido, que trabaja en Whiz Burger, trabaja de vez en cuando. “Son sólo unas cuantas horas”, dice, pero vendrá muy útil ahora que sus ahorros están por terminarse. Según Silva, hasta ahora, han podido pagar su renta mensual de $1250 dólares.
Para pasar el tiempo en casa, han estado reorganizando su apartamento y haciendo pequeños proyectos, pero más que nada Silva quiere que ya la llamen para limpiar casas.
“Si no conseguimos trabajo, ¿para qué estamos aquí?”, pregunta.

Nuvai Soriana y Regina Ortiz viven en la misma calle de la Misión y los viernes van juntas a formarse a Mission Food Hub.
“Es difícil”, dice Nuvia. Tiene dos hijos en casa, de dos y de tres años de edad, y generalmente va a limpiar casas, pero sus trabajos terminaron junto con el trabajo que tenía limpiando restaurantes. “Me dicen que el próximo mes ya comenzará todo de nuevo, pero cada mes me dicen lo mismo. No sabemos lo que vamos a hacer”, comenta Nuvia.
Los pocos ahorros que Soriana y su pareja tenían han desaparecido. Su familia en Honduras sufre con ella. “Queremos enviarles dinero, pero no tenemos”, dijo. Intentó solicitar ayuda para pagar la renta de una organización local sin fines de lucro “pero necesitábamos tener cuentas bancarias y no tenemos. Lo intentamos y lo intentamos, pero no nos aceptaron la solicitud”.

Todos los viernes a las 10 de la mañana, el programa de atención prenatal para personas sin hogar, ubicado en la calle de Potrero y la calle 18, reparte pañales, leche para bebés y cajas de alimentos. Antes de la pandemia, atendía a unos 70 clientes por semana. Cuando la ciudad ordenó el cierre de actividades, los administradores del programa supieron de inmediato que se dispararía la necesidad de alimentos, así que ampliaron el banco de alimentos para que cualquiera pudiera ir. Ahora atienden a 480 personas los viernes, comentó Laura Springer, del programa prenatal.
Michael Cai solía tener tres trabajos: manejaba para Uber durante el día, trabajaba en Embassy Suites de Hilton en el aeropuerto de SFO y, ocasionalmente, vendía una o dos propiedades al año. Era mucho trabajo, pero le permitió a su esposa, que estaba embarazada de su primer hijo, disfrutar su permiso de maternidad en febrero en su trabajo como ama de llaves en un hotel de Fisherman’s Wharf.
Para el 21 de abril, cuando nació Ashley, una bebé de la pandemia, Cai perdió todos sus trabajos. Ahora en casa sólo cambia pañales a medianoche y se forma en fila para recibir una bolsa de pañales y alimentos en la despensa de comida de los viernes del programa prenatal. Aparte de esto, él y su esposa se refugian en casa para que nadie se enferme.

Luna, la hija de cuatro años de Viky, acababa de empezar la escuela apenas en otoño, por lo que podía ir a trabajar, llevando a su hija Naomi, ahora de 15 meses, a su trabajo como niñera en Russian Hill. Sin embargo, en febrero, cuando el marido de su jefa comenzó a trabajar desde casa, la despidieron, sin indemnización y sin pago de desempleo. Es una situación frecuente para muchas trabajadoras domésticas.
Al mismo tiempo, su marido fue una de las 10 personas que fueron despedidas de Cintas Uniform Services en San Leandro.
Aún así, Viky se cree afortunada. Recibieron cheques de estímulo y los fines de semana se dedica a preparar pupusas y otros platos salvadoreños para vendérselos a amigos y familiares.
Y ha sido bueno tener a su esposo en casa, le gusta reparar las cosas y ya arregló el TK y el TK (annika va a añadir los detalles).
Aparte de la preocupación por el dinero, este “descanso” ha sido más difícil para su hija de cuatro años que le gustaba ir a la escuela y jugar con otros niños. Recientemente, la escuela envió un paquete de tijeras y pegamento para Luna, pero no decía nada acerca de cuándo se reabriría la escuela.
“Puedo mantenerla ocupada, pero no tengo mucha experiencia de maestra”, dijo Viky. “Me afecta mucho, me doy cuenta de lo mucho que extraña aprender en la escuela”.

Olivia Egwuogu todavía se está acostumbrando a la llegada de su primera hija, Naomi, en diciembre. Después de todas las dificultades que tuvo al principio, casi había renunciado a tener un bebé a los 35 años, y aún no se cree la suerte que tuvo.
Está sintiendo los nervios de ser madre primeriza y comenta que cuando su hija tuvo un sarpullido al principio de la pandemia exigió consultar a un médico en persona. Todo estaba bien.
Su novio ha seguido trabajando en Safeway, pero sus ingresos han disminuido considerablemente, y ella depende de los pañales que se entregan gratuitamente los viernes.
Su casero, una persona amigable, pero firme, le recordó recientemente que tenían que empezar a pagar la renta de los meses que les faltaban.
“Ser una mamá primeriza no es una tarea fácil, pero realmente le doy gracias a Dios por lo contenta que me siento”, ella dijo.
“Mientras ella esté aquí conmigo, estaré bien”.

El Banco de Alimentos San Francisco-Marin tiene despensas temporales todos los días de la semana en San Francisco; los martes por la mañana dos están abiertas en la Misión: en la Escuela César Chávez Elementary y en la escuela Mission High School. Antes del COVID, el banco de alimentos alimentaba a 32,000 hogares cada semana. En estos días se están distribuyendo cajas de alimentos a alrededor de 62,000 hogares.
Roberto Cruz, quien trabajaba como albañil y remodelador antes de la pandemia, es un sobreviviente de COVID-19. En abril, llegó a tener una fiebre de 100.3 grados, diarrea, dolor muscular, un sabor amargo en la boca y dificultades para respirar. Su trabajador social lo conectó con un médico. Cuando su fiebre subió a 103, lo llevaron al Hospital General Zuckerberg San Francisco, donde permaneció hasta mediados de mayo.
Los médicos colocaron a Cruz, quien padece de asma, en un ventilador. Pensó que se iba a morir.
“Imagínese el sufrimiento y la tristeza”, dijo Cruz, que no podía contactar a su hija de 22 años que está en la escuela de medicina en Honduras.
Una vez que fue dado de alta del hospital, fue puesto en cuarentena en el Hotel Vértigo. Cuando por fin pudo llamar a su hija, ella se puso a llorar, comentó Cruz.
Ahora que ya salió del hotel Vértigo, tiene que enfocarse en pagar sus cuentas. Fue uno de los 3,000 afortunados, inmigrantes indocumentados que residen en San Francisco, que lograron conectar con Caridades Católicas y recibir $500 de ayuda estatal. Planea usarlo para pagar la renta y los servicios públicos del hotel de habitación individual con servicios compartidos donde vive.

John Banesa nunca imaginó terminar en la fila para recibir alimentos.
“Soy muy afortunado”, dijo. John es dueño de su casa y tiene algunos ahorros, pero no hay ingresos próximos, así que a principios de junio se fue a formar a la fila de la escuela Mission High School.
Antes de la pandemia, trabajaba en el Hilton San Francisco Union Square como gerente de eventos, un trabajo que probablemente no volverá a tener.
Por un lado, se siente mal aprovechando los alimentos gratuitos, porque tiene más que otras personas, comenta Banesa; pero también se siente inseguro y la caja de alimentos le ayuda a no gastar sus ahorros.
“Nunca pensé que haría esto”, dijo. “Si terminará la crisis con los hoteles, probablemente no estaría aquí hoy”.